10/11/13

Códice Ténoch. Un Soldado en Cada Hijo (versión mexicana)

Se nos ha hecho creer que la violencia desatada por el narcotráfico y las mafias políticas es un asunto reciente, pero hay que decir que éste es sólo el rostro más crudo e inquietante de un problema que viene de mucho tiempo atrás y que podría expresarse en la falta de una cultura democrática. Parece que no podemos con el asunto, y no es gratificante reconocerlo, pero, para plantear una hipótesis radical, los periodos de mayor estabilidad y desarrollo del país están asociados a sus dictaduras (o dictablandas), no a sus regímenes democráticos, marcados más bien por el caos y la corrupción. Esto sería así porque –vox pópuli dixit–, el mexicano es políticamente pasivo y aguanta hasta lo indecible los excesos del tlatoani; pero cuando una gota derrama el vaso de la paciencia no hay manera de parar su violenta reacción, producida más por el rencor acumulado que por una conciencia liberadora. Eso es lo que conocemos como el México bronco. 
 Por esta razón, una de las premisas de nuestro Códice ha sido la de preguntarnos si existe un código genético o cultural que explique dicha condición, y rastrearlo en el periodo más antiguo del que tengamos registro histórico: el surgimiento del imperio azteca. Aquí nos topamos con un nuevo problema también de carácter cultural; el catolicismo español dispuso durante siglos un velo en torno a esa cultura de piedra –sangrienta y herética– provocando que incluso en nuestros días miremos hacia atrás con una carga de prejuicios que nos impide analizar aquella sociedad con toda su riqueza y complejidad.
 Es aquí donde aparece Shakespeare como un lente amplificador de esa otra realidad que la historia nos escatima: la determinación del carácter. En una interpretación personal de la intertextualidad, considero que a través de la técnica expositiva del bardo es posible resaltar los aspectos humanos que los códices y las crónicas apenas insinúan. Parte indisoluble de la historia que relatan –por lo tanto auto referenciales–, los códices antiguos ilustran innumerables guerras y alianzas, pero carecen de personajes, en el sentido que Hegel usaba para describir a los de Shakespeare, como esos “libres artistas de sí mismos”. Si de entrada la dificultad del idioma náhuatl complica la retención de los nombres heroicos, más arduo resulta escudriñar en los relatos pictográficos gestos personales que ilustren una inflexión determinante en el devenir histórico.
  Acaso el único personaje prehispánico que cumple con las necesidades del relato literario sea Moctezuma II, emperador implacable y monolítico que, al enterarse del desembarco de Hernán Cortés y su puñado de barbudos, sufre tan misteriosa parálisis de acción que aún hoy día alimenta las más controvertidas especulaciones. En cambio, resulta sorprendente descubrir que en 600 años la literatura ha ignorado al gran Itzcóatl –hijo de rey y de esclava–, auténtico artífice del imperio azteca y de su meritocracia. Tampoco se ha atendido la figura del príncipe Ixtlixóchitl, personaje deudor de Hamlet y del inmaduro Hal, cuyos errores trágicos abrieron las puertas a una guerra interminable. Estas omisiones ocurren, me imagino, porque las crónicas y los códices no se preocuparon nunca por delinear la personalidad de sus protagonistas. Su concepción respondió acaso a cierto historicismo medieval que sólo enumeraba sucesos sin detenerse en el análisis causal.
 
 ¿Cómo, entonces, acercarnos a la representación dramática de nuestra historia? Harold Bloom nos da nuevamente la respuesta: “mediante una imitación de Shakespeare (…), el más alto maestro en la explotación de ese vacío que hay entre las personas y el ideal personal”. Nuestra operación, por tanto, ha consistido en trasladar (no mecánicamente, por supuesto) algunos caracteres de sus obras históricas, así como –en algunos momentos– la estructura de sus escenas y, ¿por qué no?, incluso su retórica, para propiciar su desdoblamiento sobre un escenario de papel amate, aquella corteza sobre la que se escribieron los códices prehispánicos

El resultado es esta saga, originalmente concebida como una trilogía, que abarca 30 años de guerra y varias decenas de personajes. En ella se pueden reconocer algunas pautas de comportamiento occidentales que tendrán que verse como una licencia dramática y cultural; lo hemos planteado así no sólo para acercar a nuestra experiencia la forma de vida de los antiguos mexicanos, sino porque acaso nos resulte imposible desentrañar una forma de pensamiento teocrático donde caben costumbres como el sacrificio ritual, por mencionar sólo uno de sus tópicos controvertidos. Lo que en definitiva nos hemos propuesto es abordar ese momento crucial de nuestra historia temprana poniendo el acento en la fatalidad del carácter como auténtico forjador del destino.

Un soldado en cada hijo es un verso extraído del himno nacional mexicano que retrata una vocación que nosotros creíamos extinta, pero que la violencia actual ha venido a recordarnos. Y sin duda ha sido Shakespeare el vehículo para traducirlo al lenguaje teatral y mostrarlo encapsulado en eso que Kettle identificó como “las tensiones de un mundo cambiante”. Esperamos haberlo logrado. 
Códice Ténoch (Un soldado en cada hijo), de Luis Mario Moncada, dir. Roxana Silbert; Esc. Jorge Ballina; vest. Eloíse Kazan; Asist. de dir. Luke Kernaghan (Dirtectores residentes: Andrés Weiss y Mariana Giménez); con el elenco de la CNT; una coproducción de The Royal Shakespeare Company y la compañía Nacional de Teatro. 
(Fotografías de Isaac Ramdia)