15/3/12

Memorias Críticas o La vida apasionada de don Jorge Ibargüengoitia (2)


Últimos días de un dramaturgo
Con los relatos y artículos biográficos que el propio autor publicó en la Revista de la Universidad, México en la Cultura, Excelsior o Vuelta (algunos de ellos recopilados en tres tomos de crónicas periodísticas), así como con la compacta, pero totalizadora biografía teatral que Vicente Leñero ofrece en Los pasos de Jorge (Joaquín Mortiz, 1989), parece que casi todo está dicho sobre la historia literaria del Ibargüengoitia de los primeros años sesentas. No agregaremos ningún dato desconocido. Sin embargo, a partir de un párrafo que Guillermo Sheridan recoge en la introducción del libro Instrucciones para vivir en México, buscaremos ahondar en algunas pistas que nos permitan comprender mejor su conversión. La cita dice así:

Al principio parecía que mi carrera literaria iría por el lado del teatro y sería brillante. Mi primera comedia fue puesta en escena, con relativo éxito, en 1954, la segunda lo fue en 1955, las dos fueron recogidas en antologías del teatro mexicano moderno, Usigli me designó para que lo remplazara cuando se retiró, gané tres becas al hilo –única manera que había entonces de mantenerse en México como escritor- Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas –yo había recibido todas las que existían–, una mujer con la que yo había tenido una relación tormentosa, se hartó de mí, me dejó, y se quedó con mis clases, además, yo escribí dos obras que a ningún productor le gustaron… Siguieron años difíciles: hice traducciones, guiones para película, fui relator de congreso, escribí obras de teatro infantil, acumulé deudas, pasé trabajos. Mientras tanto escribí seis obras de teatro que nadie quiso montar.

Como se puede observar, el mismo Ibargüengoitia marca dos etapas en su escueta trayectoria teatral: una inicial, promisoria y con todas las puertas abriéndose a su paso, y otra, inmediata y conclusiva, en la que las mismas puertas se cierran una tras otra, impidiéndole obtener la estabilidad profesional como autor dramático. La fecha que él mismo asienta como parteaguas corresponde a un año en el que los autores de su generación habían dejado de ser una promesa y constituían la más sólida alternativa para levantar en sus hombros el nuevo teatro nacional. En 1957 Carballido ya había estrenado casi una decena de obras, entre ellas Rosalba y los Llaveros, Felicidad y La zona intermedia; Luisa Josefina Hernández había sido dirigida por Seki Sano y Celestino Gorostiza; Héctor Mendoza era el más importante funcionario y director teatral de la universidad y Sergio Magaña había revolucionado a la dramaturgia mexicana con dos obras de altos vuelos: Los signos del Zodiaco y Moctezuma II. Ibargüengoitia intentaba dar el salto, pero no lo lograría ni siquiera con su obra hasta entonces más ambiciosa.
      Nos cuenta Leñero que Ibargüengoitia tenía puesta en Ante varias esfinges la más seria esperanza de dar un auténtico golpe teatral, pero ésta se desvaneció aún antes del primer intento debido, en parte, a que Usigli, lejos de México, desaprobó la obra, y a que el propio autor no halló la manera de transitar del cobijo de su viejo maestro al del grupo antagónico, que entonces dirigía el teatro institucional. ¿Será que la incomprensión que despertó su pieza fue la primera señal de alarma para un susceptible Ibargüengoitia que comenzaba a sentirse outsider del teatro mexicano? Habrá que reconocer, sin embargo, que tal vez ninguno de sus contemporáneos estaba en condiciones de valorar el material dramático que Ibargüengoitia estaba manejando en esa obra; de hecho habrían de pasar prácticamente 35 años antes de verificarse sobre el escenario los extraordinarios juegos de subtexto que el dramaturgo había logrado incorporar a la dramaturgia nacional.
      Ludwig Margules explica que para encontrar el tono adecuado a la puesta en escena de Ante varias esfinges (1991) tuvo que hacer una lectura permeada por su propia visión de Chéjov. Es un recurso que el director emplea en algunos casos para desentrañar un algo que ciertas obras mantienen oculto. La revelación de Margules lo es en dos sentidos: por un lado ratificaría aquello de lo que Ibargüengoitia estaba convencido, al grado de confesarse con Usigli: “la obra resulta de gran importancia para mí. Parece que ya encontré un estilo, mi estilo”. Por otra parte, pone sobre la mesa un hecho en el que pocos críticos han puesto atención: a mediados de los años cincuentas no se conocía en México más que al Chéjov de las comedias cortas, al de Petición de mano o El oso. Ninguna de sus obras de largo aliento había sido estrenada en nuestro país y, por tanto, el estilo de pieza realista que aquí se había visto era más bien el que provenía del realismo norteamericano de O’Neill, Williams y compañía. De ahí se desprende en parte la incomprensión que pudiera generar el tono de Ante varias esfinges y, en menor medida, el de La lucha con el ángel.
     Tal vez sea simplista conjeturar que Ibargüengoitia conocía bien al dramaturgo ruso porque escribió una obra (Llegó Margó) que evoca a Las tres hermanas, pero no resulta descabellado afirmar que sus obras muestran mayores afinidades con el costumbrimso del autor de La gaviota y El tío Vania, que con la traumatitis de las piezas norteamericanas. En todo caso, algo que sí podemos afirmar categóricamente es que Chéjov e Ibargüengoitia están emparentados por el mismo y singular equívoco, aunque de manera inversa: mientras el primero intenta escribir comedias, siendo que Stanislavsky lo descubre como inventor de la pieza psicológica, Ibargüengoitia es clasificado como “humorista” pese a que su intención más honda es articular un medio tono casi banal que subrepticiamente rompe con el costumbrismo mexicano. Sólo que, a diferencia de Chéjov, Ibargüengoitia no encontró en vida al director que entendiera esta visión teatral, ni tampoco la contraria.
     Después de 1957 la sequía de estrenos fue total –excepción hecha por alguna pieza infantil–, pero siguió escribiendo a la espera de una oportunidad para su teatro. Ésta no sólo no llegó, sino que le fue negada una y otra vez bajo argumentos de la más legítima cepa burocrática.
    En ese tiempo Ibargüengoitia comenzó a interesarse por los ambientes históricos, aunque no necesariamente por los hechos políticos y sociales como por el cuadro costumbrista en el que afloraba la esencia del protomexicano. En una singular aplicación de la técnica microhistórica, Ibargüengoitia expuso la debilidad y mezquindad del carácter nacional, en contrapunto a la dimensión titánica de sus proyectos de integración política y social.
     Pero tampoco sus tentativas por un teatro histórico-costumbrista tuvieron eco. El propio escritor nos cuenta cómo un día, desesperado por su situación económica y con la sensación de ser un dramaturgo  “entre desconocido y olvidado”, recurrió a Salvador novo, entonces jefe del Departamento de Teatro de Bellas Artes. Éste, por ayudarlo, le pidió una obra que recreara episodios de la guerra de Independencia o de la Revolución mexicana para ponerla en escena en las celebraciones por el “cesquicentenario” del Grito de Dolores. Dispuesto a todo, Ibargüengoitia se fue a escribir y regresó 40 días después con La conspiración vendida. A Novo “le pareció bien, aunque ‘un poco floja’”. La obra le fue pagada, más o menos como habían quedado, pero nunca se estrenó. Algo similar ocurrió con El atentado que, pese a obtener en 1963 el premio Casa de las Américas, fue boletinada como una obra poco recomendable para subir a escena debido a su tratamiento “irrespetuoso” de ciertas figuras de la historia reciente.
        En 1964 el panorama se tornó claro para Ibargüengoitia. Como él mismo afirma, “El atentado me dejó dos beneficios: me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela”. Los relámpagos de agosto es el título de la novela que marca el principio y fin de una carrera. Allí nos detenemos, pero sólo para volver atrás, al periodo en el que, sin poder subir a escena con sus obras, Ibargüengoitia adoptó el oficio de francotirador. (Continuará)

Ibargüengoitia, Jorge, El libro de oro del teatro mexicano (introducción, selección y notas de Luis Mario Moncada), México, Ediciones El Milagro, primera edición 1999 (2a ed. 2012), 182 pp.

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